Una lectura bíblica del Domingo de Santo Tomás (Juan 20:19-31 y Hechos 5:12-20)
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días después de la Resurrección, leemos en la Divina Liturgia por segunda vez acerca
de la aparición del Cristo Resucitado a sus discípulos. Ellos estaban reunidos
a puertas cerradas por temor a la autoridad de Jerusalén porque podrían
capturarlos y condenarlos a muerte como a su Maestro bajo falsa acusación de
sedición y rebelión. Podemos imaginarnos el estado de angustia y desesperación
de estos hombres y mujeres que estando en una ciudad hostil y lejana a su
propia patria, Galilea, sufrían la presión de saber que su guía y Maestro acababa
de morir en la cruz. El caos y la destrucción habían dejado una vez más su
impronta de poder sobre la debilidad de la vida humana. Vivían una situación de crisis e impotencia,
similar a la que vivimos todos cuando nos tocan esas grandes pruebas de la vida
como la enfermedad o la muerte. En momentos así lo primero que necesitamos es
PAZ. Esa paz que sentimos en nuestros corazones y que se expresan en un vivir
ordenado y un entorno ordenado.
Es
así como la primera palabra que el Resucitado pronuncia a esta comunidad
compungida es PAZ. “La paz sea con vosotros,” podría interpretarse como el
simple saludo en hebreo y arameo cuando alguien llega. Muy similar al saludo
árabe musulmán “al-salam aleikom,” suena el “shalom lekhem” del hebreo. Ya de
por sí este saludo tenía un profundo valor religioso gracias a los textos del
Antiguo Testamento. Recordemos por ejemplo el saludo del Señor a Gedeón en una
teofanía en Jc 6:23 o el de José a sus hermanos en Egipto después de salvarlos
del hambre y la necesidad en Gn 43:23, o el del arcángel Rafael en su aparición
a Tobías en Tob 12:17. Es también cierto que en el primer siglo de nuestra era
este saludo era la forma convencional de presentarse en un lugar. Pero para que
no se entienda como un simple saludo más, Jesús lo dice dos veces. Esa paz que
Jesús da es una proposición para reconciliarse con el mundo tal como fue
intencionalmente concebido por el Creador. Un mundo sin violencia, sin
desorden, sin sufrimiento. Así es el mundo visto por el cristiano que cree que
Jesús el Nazareno resucitó y cree que él es el Cristo esperado y el Salvador de
toda la humanidad. Con la resurrección se hace posible creer en un nuevo mundo
en el que prevalece la vida y en el que domina la felicidad. Es así también que
estos discípulos en primer lugar reaccionaron con alegría. El gozo de ver de
nuevo al Maestro con vida, pero también el gozo de saber que su mensaje triunfó
contra la brutalidad y la opresión.
Pero
esto no puede quedar a puertas cerradas. Es necesario salir a anunciarlo a los
cuatro vientos, por todos lados y es por ello también que Jesús en esta
aparición a la primera Iglesia en Jerusalén les da el mandato de salir a
predicar. Jesús vino enviado por el Padre y ahora es Él quien envía a los
discípulos en una actitud que identifica a la Iglesia como una extensión de la
obra salvífica de Cristo en la tierra. La iglesia está en comunión con Cristo y
con el Padre Celestial. Su razón de existir como comunidad es transmitir este
mensaje de paz y esperanza por doquier. Por eso les dice Jesús en su segunda
frase: “Como el Padre me envió, así también yo os envío.” Este momento de envío
es un momento de expandir la vida de nuevo por toda la tierra, esa vida que
ahora conoce la posibilidad de una existencia permanente y feliz. Por ello
sopla sobre ellos el Espíritu. Es ese Espíritu de Dios que da vida, una nueva
vida que ya no conoce el poder de la corrupción, aunque tenga que soportarla
hasta la Segunda y gloriosa venida. Las comunidades locales son enviadas a
llevar el poder de este Espíritu que se manifiesta en la Palabra divina a todo
ser humano que lucha el día a día para poder sobrevivir en un mundo opacado y
entenebrecido por el poder del pecado, la mentira y la ambición.
El
domingo pasado todos hemos experimentado la refulgencia de la Santa Resurrección.
Después de acompañar al Señor durante la semana santa en su doloroso camino de
la Pasión, llegó el momento más gozoso para los cristianos creyentes: recordar
la gloriosa resurrección de Cristo que no es más que un grito de esperanza en
nuestra propia resurrección de los muertos. La liturgia ortodoxa permanece toda
una semana repitiendo los mismos servicios de oraciones y la santa eucaristía
puede ser celebrada todos los días. Es como un momento en que los tiempos se
detienen y las preocupaciones temporales se detienen. Es similar al momento que
Pedro, Santiago y Juan experimentaron en el monte de la Transfiguración. La
alegría es tan grande y la belleza del momento es tan profunda que dan ganas de
exclamar con Pedro: “Señor, bueno es estarnos aquí” (Mt 17:4). Es como decir,
ojalá fuera pascua todo el año. Pero no, hay que salir a anunciar la pascua,
hay que salir a trabajar. Y este domingo cumple exactamente con esa función,
nos envía a trabajar para el Señor. Nos envía a ser testigos de la
resurrección. No podemos quedarnos contemplado todo el tiempo, sino que debemos
movernos, circular, de un lado a otro y expresar nuestra alegría por la
resurrección.
Por
ello este domingo se insiste en la fe de aquellos que creen gracias a la
Palabra y que no esperan pruebas palpables para vivir la resurrección. Santo
Tomás llega aquí como un antitipo de lo que es el verdadero creyente. Pero a su
vez, sirve como testimonio convincente de que la resurrección es una realidad
histórica. Con su duda y escepticismo, Santo Tomás es nuestro certificador de
veracidad de la resurrección. Conoció en vida al Maestro y lo reconoció después
de del Domingo Pascual. Es más, reconoció en su cuerpo las marcas de la pasión
y por lo tanto fue capaz de ofrecernos una certeza de la identidad del Nazareno:
Mi Señor y mi Dios.
Para
Cristo este momento es aceptado porque conoce la debilidad del ser humano y la
facilidad con que se deja tentar por la duda y por su razonamiento limitado. Lo
acepta, pero destaca que esto no ha de ser así siempre. El resucitado no deberá
aparecerse a cada uno de nosotros en su cuerpo terrenal para que creamos. De ahora en más la resurrección obrará cambios
en la pequeña iglesia de Jerusalén y su poder de proclamación será tan grande
que la gente se amontonará alrededor de los apóstoles para recibir la
salvación. Es esto lo que la lectura de Hechos resume cuando inicia el párrafo
diciendo: “En esos días muchos signos fueron hechos entre la gente…”
Por
ello este domingo somos llamados a renovar nuestra fe y nuestra esperanza en la
resurrección. A recordar del testimonio de Tomás y a recibir el llamado de
salir a predicar con certeza y convicción la Resurrección de Jesús. La iglesia
tiene una misión en este mundo que es la de llevar las bendiciones del Espíritu
al prójimo, es una misión de trasmitir la paz interior, la paz entre los
miembros de la familia, entre los miembros de una misma comunidad y entre todas
las comunidades. Esa paz espiritual que se consigue cuando realmente sucede el
encuentro interior con Jesús y nuestra mente y corazón pueden exclamar con fe:
“Señor mío y Dios mío”.
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